El 6 de Agosto de 1945 el dispositivo que sería paradójicamente “el mayor adelanto científico y tecnológico de la humanidad[1]” había acabado instantáneamente con más de 200 000 vidas, y el 9 de agosto, otro cobraría 120 000 vidas más. Así se frenó en seco a la máquina de guerra en la que se había convertido Japón. No obstante, esto no solo significó una derrota militar, sino, también, la liberación de las actividades intelectuales y artísticas que habían permanecido bajo censura por el Estado japonés. Fue así que las siguientes tres décadas estuvieron marcadas por un “renacimiento en las artes” que derivó en distintos movimientos artísticos resultado de toda una generación que había vivido y madurado entre ruinas que tenía la necesidad de expresarse y la fotografía fue uno de los medios más importantes.
El rol del fotógrafo y su disciplina, que en gran parte habían servido como armas de propaganda durante los años de la preguerra, ahora se enfrentaban al replanteamiento del destino de su arte bajo las nuevas condiciones sociales y políticas. A finales del año 1950, se introdujeron y estudiaron nuevas formas de expresión fotográficas occidentales producto de la Segunda Guerra Mundial, como la de William Klein, Eugene Smith, Henri Cartier-Bresson, Laszlo Moholy-Nagy, entre otros. Todos ellos jugaron un papel trascendental, pues fungieron como base sobre la cual los japoneses se apoyaron para comenzar a articular su propia experiencia, a través de la imitación y asimilación de estas ideas y estilos.
De esta oleada de jóvenes artistas, rápidamente se dividieron las opiniones, una de las partes apelaba a la función social de la cámara, en la reproducción de la realidad, como Hiroshi Hamaya o Ken Domon, quien fundó la corriente “realista” fotográfica o fotografía “objetiva”. Dicho movimiento resaltaba la importancia del rol social de la cámara y su conexión con el sujeto, como arma de denuncia; por lo que se basaba en los principios de no usar montajes o vistas artificiales, sino capturar escenarios verdaderos del Japón de la posguerra mismas estuvieran sujetas a un marco histórico o subordinadas a un relato, como en una suerte de evidencia de los rastros de la guerra.
Bajo esta premisa, ambos autores retrataron a los que sobrevivieron: el desahucio en su paso por los hospitales, la crisis política y social, el dolor físico de aquellos que quedaron marcados por la radiación y la ausencia de quienes fueron abatidos. Sin embargo, hubo críticas pues se comenzó a hablar de esta fotografía como “fotografía pordiosera” por la temática que abordaba. (Fig. 1 y 2)